Introducción
Quisiera empezar este artículo agradeciendo a la Junta Directiva de APECS quien me ha dado la oportunidad -a mí y otro cuantos- de poder publicar en su blog. Muchas gracias. En segundo lugar, me gustaría tratar en mi primer artículo sobre mi carrera, la Antropología. O más específicamente, de los estudiantes de mi carrera: nosotros, los antropólogos. Hace unos meses estaba en la Universidad conversando con un par de amigas antropólogas muy amenamente, cuando de repente solté una de mis clásicas bromas, algo así como ‘esa chica es una hippie’. Inmediatamente mientras yo me reía a carcajadas, las chicas me miraron con la seriedad característica del desacuerdo ‘¿y si fuera hippie qué? ¿qué tiene?’. Me quedé pasmada, no respondí, para mí sólo había sido una simple broma. ‘Ay Ana Lucía’ replicaron reprendiéndome, ‘eres la antropóloga menos antropóloga’
Después de ese suceso anecdótico me vi tentada a reflexionar: ¿qué entendían mis compañeras por el ser antropólogo? Es decir, de qué manera se había construido un discurso moral, un código ético sobre lo que un antropólogo debe decir o debe ser. Porque estaba por demás claro que yo, estudiante de antropología, había transgredido las normas básicas.
Justicia
Desde su creación, la Antropología se ha dedicado al estudio y a la comprensión del Otro cultural. Hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, el grueso de antropólogos se desvivía fascinado por las sociedades primitivas y salvajes que por aquellos años habían sobrevivido a la modernidad. No obstante, luego del Holocausto judío se empezó a cuestionar mucho las categorías de ‘primitivo’ y ‘salvaje’, no sólo por la connotación peyorativa de dichos términos; sino porque se descubrió que aquellas comunidades que supuestamente eran menos desarrollados que la occidental, en verdad estaban conformadas por complejos sistemas de organización. El devenir de los años ha seguido con su rumbo, y si algún tufillo evolucionista sobrevivió hasta hace tres décadas en la Antropología, hoy por hoy nadie se atrevería a catalogar de primitiva a una sociedad, menos pensar que un pueblo es mejor que otro.
Parece ser, sin embargo, que dicho discurso se ha radicalizado con una fuerza inusual en los estudiantes de antropología y porque no decirlo, en los profesores también. Del respeto por las sociedades y prácticas culturales distintas hemos pasado hacia el escándalo relativista plasmado en un postulado con muchas complicaciones: el antropólogo no juzga, a nada ni a nadie. En ese sentido, ya no basta con suprimir los principios axiológicos (prejuicios) durante la etnografía; es decir, mientras se ejerce la ciencia. Un antropólogo no debe tener prejuicios incluso a en la esfera de lo cotidiano. Entonces, resulta que si bien hay que comprender a los comuneros mientras hacen sus fiestas patronales (total es su cultura); uno no puede calificar de ‘hippie’ -en mi caso- o loco o malo o bueno a cualquier sujeto, o conjunto de sujetos del Universo. Ahora bien, no debe entenderse esto como una alabanza al prejuicio, mi propósito es otro: si bien cada sociedad tiene su propia cultura y ésta debe ser estudiada desde su contexto, entender al antropólogo como el ‘open mind’ por antonomasia nos ata de manos a la ciencia. ¿Cómo conocer otra cultura o persona si no es con nuestras propias categorías?
Comunicación
Lo anteriormente expuesto nos lleva obligatoriamente a otra pregunta ¿Cuál es el rol del antropólogo? Muchos intelectuales reconocidos han reiterado que la Antropología es hija del Colonialismo. Manuel Marzal, antropólogo peruano, fijó el descubrimiento del Nuevo Mundo como el parto de la Antropología y sindica a los cronistas -funcionarios de la Corona- como los primeros antropólogos de la historia humana. En esa misma línea, autores como Evan Evans-Pritchard o Meyer Fortes de la escuela de antropología social británica fueron producto de la intervención colonial inglesa en África, órgano que facilitó y en algunos casos subvencionó su trabajo. Las potencias coloniales querían ejercer poder sobre las ininteligibles tribus -americanas o africanas- de la manera más rápida y barata, los antropólogos -cronistas en el caso de Marzal- pretendían entender los sistemas primitivos. La conexión fue casi inmediata.
¿Cuánto ha cambiado esto en la actualidad? Discutir ello nos llevaría a un extenso debate en el que no puedo entrar en este momento. Lo que es cierto a cualquier ojo es que si en aquellas épocas el poder Imperial, es decir, el poder estatal, tenía relaciones cordiales con la Antropología; hoy ya no más. No hay mayor ejemplo que el conflicto desatado por el artículo El perro del Hortelano de Alan García, o las constantes acusaciones de parte de muchos antropólogos a las ineficientes políticas públicas del gobierno. Este fenómeno ha generado un claro cambio de percepción entre los estudiantes de Antropología sobre su función en la sociedad. Los antropólogos somos un puente. Y he aquí el segundo postulado, nuestro rol es ser el nexo intercultural, construir un consenso de categorías, un entendimiento real. Lo que cabe preguntarse, si aceptamos dicha afirmación, es ¿un puente para quién? ¿Cómo es ese puente? ¿Empedrado? ¿A punto de derrumbarse? Pensar al antropólogo como puente es bueno porque lleva consigo una conciencia sobre lo social que es imprescindible para cualquiera. Pero démonos cuenta que da un paso bastante peligroso y perjudicial si se lo toma como axioma: le da a la ciencia de la Antropología, una función social a priori que en realidad le corresponde sólo a posteriori.
Conclusiones
En síntesis, creo que más que una sentencia final y absoluta, lo que he pretendido en el presente artículo es una reflexión sobre la construcción de una ética antropológica. Ética que planteo, debe discutirse entre estudiantes y profesores, ética que puede no estar del todo equivocada pero que en extremos conlleva a cuestionar la cientificidad de la Antropología. Si un buen antropólogo no puede juzgar a nadie ni a nada, vale la pena preguntarnos que hace en la etnografía sino es comprender lo Otro en sus propios términos -osea juzgar-. Si un buen antropólogo es un puente -cosa que yo cuestionó mucho- vale la pena reflexionar a quién dejamos pasar y a quien no, qué cosas dejamos cargar a los que pasan, qué cosas se quedan en el camino.
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