Esteban
Martinez
Egresado
de Sociología, UNMSM
La
llamada inseguridad ciudadana es un trastorno objetivo presente en nuestras
sociedades, un mal cotidiano que perturba e impide la convivencia pacífica y el
sosiego en nuestra experiencia subjetiva. Hablamos aquí de la seguridad en el
orden interno del país, asociada a la criminalidad a partir del actual marco
conceptual que se tiene de seguridad, propia de los estados democráticos,
trabajando la experiencia positiva del fenómeno y la experiencia subjetiva.
La
inseguridad es un estado de miedo y desamparo colectivo que alcanza a todos los
grupos sociales de un país y de una sociedad determinada frente a la
insuficiencia de una autoridad central, encarnada en el Estado moderno, incapaz
de integrar a los amplios sectores sociales y de construir una comunidad
política o una comunidad de ciudadanos en torno de la sociedad civil que
permita la convivencia y paz social.
Cuando
se habla de inseguridad ciudadana se percibe una situación de miedo, alarma,
zozobra, desamparo, desaliento, descreimiento
en la población, lo que la torna vulnerable, indefensa, presa del
pánico, carente de razón, desbordante de pasiones y blanco fácil de influencias
y de determinaciones. Hoy asociamos la inseguridad a la actividad ilícita de
personas o grupo de personas, que mediante medios delincuenciales y anómicos
violan la norma social institucional y perjudican o causan males y daños a
otras personas o grupo de personas organizadas y a los bienes públicos, y por
lo tanto, resulta una amenaza al conjunto de la sociedad, sea a través de actividades
como robos, secuestros, homicidios, extorsiones, chantajes, etc. Y esta
situación anómica de criminalidad es una realidad objetiva que es vivida
subjetivamente en nuestros días y que golpea severamente no sólo a nuestro
país, sino que se presenta como un fenómeno a nivel global.
No
podemos comprender el fenómeno de la conducta delincuencial si nos quedamos en
un estrecho margen explicativo, como el que afirma que el delincuente elige la
opción de vida del “dinero fácil” o de la vía rápida de enriquecimiento para
satisfacer ciertas necesidades (necesidades básicas, lucro, poder, estatus,
prestigio). Esto es un hecho positivo, pero no ve más allá que de la conducta
individual del delincuente, y es un planteamiento basado en la creencia ingenua
de que los seres humanos nos movemos en función del cálculo y las ventajas
tangibles. Viéndolo de esta forma aislada, una primera solución, efectiva y
pragmática, sería la fórmula autoritaria y represiva contra el “inadaptado
social”.
La
familia es una institución social determinante en el cultivo de una agresividad potencial en el
niño que puede encauzarse hacia la criminalidad. No obstante, no se le debe
estudiar de manera aislada, sino en tanto, organización social sometida a las
relaciones sociales y sus contradicciones, y como agencia psíquica de la
sociedad, cuya función es transmitir las exigencias de la sociedad al niño en
crecimiento. El carácter de los padres no deja de ser expresión del carácter
social, y por ello transmiten al niño los rasgos esenciales de la cultura y sus
imperativos. Además del carácter de los padres, también los métodos educativos
dentro de una cultura cumplen la función de moldear el carácter y formar tipos
de personalidad en el niño en una dirección socialmente determinada y deseable.
La
inseguridad social madura en una situación de crisis institucional en un marco
mayor de fragmentación y desintegración social a consecuencia del carácter
excluyente del Estado. El problema de la marginalidad, en el que determinados grupos
sociales se ven excluidos y carentes de oportunidades y de realización personal,
se generaliza con el desempleo masivo y creciente, en el cuadro de crisis
industrial, que se da en nuestro país desde la década de los noventa, con la
implementación de las políticas del Consenso de Washington. La nueva situación
de desestructuración determinó ciertas respuestas de adaptación social.
La
conducta anómica delincuencial es una forma de adaptación a la vida social de
forma ilegal y destructiva, es decir, que no repara en el otro, en tanto sujeto
de derecho y como ser humano, fin en sí mismo y no medio para otra cosa.
Sociológicamente,
se podría señalar que en el delincuente confluyen elementos de carácter
individual y social. A nivel individual: el fracaso en el proceso de formación
de una identidad autónoma y de realización personal; y desde la perspectiva
social: la violencia estructural y el carácter social, que incluye los valores
supremos como el individualismo y las falsas expectativas de la cultura
dominante.
El
imperativo social juega un papel muy importante en la creación de expectativas
y promoción de ciertos valores asumidos como supremos, tales como la obtención
de dinero, poder, prestigio; sin embargo las restricciones que operan en la
estructura social originan frustración y desencanto y tornan la posibilidad de
alcanzar tales exigencias sociales a través de medios o vías asociadas a valores
de la cultura dominante, tales como el pragmatismo y el egoísmo. Esta situación
se ve agravada por el medio violento y deshumanizado.
La
actitud anómica, egoísta, violenta o destructiva no es una forma de vida social
que se presenta únicamente en los estratos populares y marginales, es más bien,
una actitud integrada al sistema, son rasgos de la sociedad en su conjunto.
Nuestra
estructura política condensa la violencia, la prepotencia, la inmoralidad que
habitan en nuestros mundos cotidianos. Lobbies, coimas, sobornos y chantajes y
demás vicios del poder político son parte, también, de nuestra vida cotidiana que
celebra y anima la actitud del pendejo
o el vivo que le saca la vuelta a la
ley -en la acepción más general-, se ampara en la mediocridad del vulgo y
consigue determinados réditos sin reparar en el otro o pasando por encima del
otro.
La
inmoralidad y el pragmatismo es manifestación de esa situación global, donde el
gran poder, asociado a las grandes corporaciones, satisface sus intereses particulares
y egoístas y no se detiene ante ningún costo humano, social o ambiental. Es la
cultura del mercado que impone y determina la mentalidad mercantilista y agresiva
basada en el lucro egoísta, que se vale de cualquier medio con el fin de
imponerse sobre la competencia, donde los derechos del otro no cuentan, y en la
que se desechan valores como la solidaridad y el respeto. Es el sistema
capitalista de rasgos salvajes, excluyente, desregulado y deshumanizante que
cultiva un individuo pasivo y consumidor arrojado a las contingencias del
mercado antes que ciudadano y miembro de una comunidad política. La mentalidad
desestructurante y desintegradora es contraria a lo público universal, de
construir ciudadanía e integrar a las amplias capas sociales en torno a la
sociedad civil.
Desde
el gobierno central, con la Ley N° 30151, que exime de toda responsabilidad
penal a policías y militares que causen lesiones o muerte en cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa,
se pretende dar una salida policíaca al problema de la inseguridad y el orden
interno, agarrotando y reprimiendo, criminalizando la conducta, violentando
derechos y libertades fundamentales, al dar atribuciones y concesiones a las
fuerzas represivas para combatir al delincuente o al inadaptado social,
incluyendo aquí a elementos disociadores, “desestabilizadores” más amplios que
la lógica gobiernista y de poder contemple como tales. Lo que torna más oscuro
el escenario social, que se presenta cada vez más autoritario y regresivo lo
que refuerza las inseguridades, los miedos, las desconfianzas.
Desde
el miedo se responde usando los propios impulsos agresivos y homicidas. La
opinión pública operada encauza sus energías hacia el autoritarismo y la
irracionalidad. Se pide muerte en respuesta a la muerte. La víctima pasa a ser
victimario, el violentado a ser violentista, el aterrorizado a ser terrorista,
y pierde su identidad, su opción de diferenciarse.
Estamos
lejos de cultivar una cultura cívica de paz, de convivencia que permita la
integración social y genere condiciones que permita la libre individuación de las personas,
promoviendo una educación y una ética pública desde el Estado que sensibilice y
concientice a la población contra la violencia irracional y la enajenación. Reactivamente,
sobre el asiento del miedo, la desconfianza, la irracionalidad, y sobre
imágenes que explotan, día a día, los medios de comunicación, y quizá en
respuesta a nuestras propias experiencias infortunadas, una mano dura nos
parece la salida más adecuada, inmediata, práctica y efectiva para la solución
de los problemas. Marchamos hacia una
escala de los impulsos agresivos y el refuerzo de una cultura autoritaria.
En
el Perú no ha florecido la gran delincuencia o los grandes grupos organizados
que, fundamentalmente, están vinculados al gran tráfico de drogas o de armas y
que tienen un poder importante en la sociedad. Lo que predomina en el Perú son
grupos narcotraficantes, micro comercializadores, secuestradores, asaltantes en
las que descuellan las pandillas juveniles asociadas a un territorio, un equipo
de futbol etc.