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miércoles, 22 de enero de 2014

Analizando la cuestión de la inseguridad ciudadana

Esteban Martinez
Egresado de Sociología, UNMSM

La llamada inseguridad ciudadana es un trastorno objetivo presente en nuestras sociedades, un mal cotidiano que perturba e impide la convivencia pacífica y el sosiego en nuestra experiencia subjetiva. Hablamos aquí de la seguridad en el orden interno del país, asociada a la criminalidad a partir del actual marco conceptual que se tiene de seguridad, propia de los estados democráticos, trabajando la experiencia positiva del fenómeno y la experiencia subjetiva.

La inseguridad es un estado de miedo y desamparo colectivo que alcanza a todos los grupos sociales de un país y de una sociedad determinada frente a la insuficiencia de una autoridad central, encarnada en el Estado moderno, incapaz de integrar a los amplios sectores sociales y de construir una comunidad política o una comunidad de ciudadanos en torno de la sociedad civil que permita la convivencia y paz social.

Cuando se habla de inseguridad ciudadana se percibe una situación de miedo, alarma, zozobra, desamparo, desaliento, descreimiento  en la población, lo que la torna vulnerable, indefensa, presa del pánico, carente de razón, desbordante de pasiones y blanco fácil de influencias y de determinaciones. Hoy asociamos la inseguridad a la actividad ilícita de personas o grupo de personas, que mediante medios delincuenciales y anómicos violan la norma social institucional y perjudican o causan males y daños a otras personas o grupo de personas organizadas y a los bienes públicos, y por lo tanto, resulta una amenaza al conjunto de la sociedad, sea a través de actividades como robos, secuestros, homicidios, extorsiones, chantajes, etc. Y esta situación anómica de criminalidad es una realidad objetiva que es vivida subjetivamente en nuestros días y que golpea severamente no sólo a nuestro país, sino que se presenta como un fenómeno a nivel global[1].

No podemos comprender el fenómeno de la conducta delincuencial si nos quedamos en un estrecho margen explicativo, como el que afirma que el delincuente elige la opción de vida del “dinero fácil” o de la vía rápida de enriquecimiento para satisfacer ciertas necesidades (necesidades básicas, lucro, poder, estatus, prestigio). Esto es un hecho positivo, pero no ve más allá que de la conducta individual del delincuente, y es un planteamiento basado en la creencia ingenua de que los seres humanos nos movemos en función del cálculo y las ventajas tangibles. Viéndolo de esta forma aislada, una primera solución, efectiva y pragmática, sería la fórmula autoritaria y represiva contra el “inadaptado social”.
La familia es una institución social determinante en el  cultivo de una agresividad potencial en el niño que puede encauzarse hacia la criminalidad. No obstante, no se le debe estudiar de manera aislada, sino en tanto, organización social sometida a las relaciones sociales y sus contradicciones, y como agencia psíquica de la sociedad, cuya función es transmitir las exigencias de la sociedad al niño en crecimiento. El carácter de los padres no deja de ser expresión del carácter social, y por ello transmiten al niño los rasgos esenciales de la cultura y sus imperativos. Además del carácter de los padres, también los métodos educativos dentro de una cultura cumplen la función de moldear el carácter y formar tipos de personalidad en el niño en una dirección socialmente determinada y deseable.

La inseguridad social madura en una situación de crisis institucional en un marco mayor de fragmentación y desintegración social a consecuencia del carácter excluyente del Estado. El problema de la marginalidad, en el que determinados grupos sociales se ven excluidos y carentes de oportunidades y de realización personal, se generaliza con el desempleo masivo y creciente, en el cuadro de crisis industrial, que se da en nuestro país desde la década de los noventa, con la implementación de las políticas del Consenso de Washington. La nueva situación de desestructuración determinó ciertas respuestas de adaptación social.
La conducta anómica delincuencial es una forma de adaptación a la vida social de forma ilegal y destructiva, es decir, que no repara en el otro, en tanto sujeto de derecho y como ser humano, fin en sí mismo y no medio para otra cosa.

Sociológicamente, se podría señalar que en el delincuente confluyen elementos de carácter individual y social. A nivel individual: el fracaso en el proceso de formación de una identidad autónoma y de realización personal; y desde la perspectiva social: la violencia estructural y el carácter social, que incluye los valores supremos como el individualismo y las falsas expectativas de la cultura dominante.

El imperativo social juega un papel muy importante en la creación de expectativas y promoción de ciertos valores asumidos como supremos, tales como la obtención de dinero, poder, prestigio; sin embargo las restricciones que operan en la estructura social originan frustración y desencanto y tornan la posibilidad de alcanzar tales exigencias sociales a través de medios o vías asociadas a valores de la cultura dominante, tales como el pragmatismo y el egoísmo. Esta situación se ve agravada por el medio violento y deshumanizado.

La actitud anómica, egoísta, violenta o destructiva no es una forma de vida social que se presenta únicamente en los estratos populares y marginales, es más bien, una actitud integrada al sistema, son rasgos de la sociedad en su conjunto.
Nuestra estructura política condensa la violencia, la prepotencia, la inmoralidad que habitan en nuestros mundos cotidianos. Lobbies, coimas, sobornos y chantajes y demás vicios del poder político son parte, también, de nuestra vida cotidiana que celebra y anima la actitud del pendejo o el vivo que le saca la vuelta a la ley -en la acepción más general-, se ampara en la mediocridad del vulgo y consigue determinados réditos sin reparar en el otro o pasando por encima del otro.

La inmoralidad y el pragmatismo es manifestación de esa situación global, donde el gran poder, asociado a las grandes corporaciones, satisface sus intereses particulares y egoístas y no se detiene ante ningún costo humano, social o ambiental. Es la cultura del mercado que impone y determina la mentalidad mercantilista y agresiva basada en el lucro egoísta, que se vale de cualquier medio con el fin de imponerse sobre la competencia, donde los derechos del otro no cuentan, y en la que se desechan valores como la solidaridad y el respeto. Es el sistema capitalista de rasgos salvajes, excluyente, desregulado y deshumanizante que cultiva un individuo pasivo y consumidor arrojado a las contingencias del mercado antes que ciudadano y miembro de una comunidad política. La mentalidad desestructurante y desintegradora es contraria a lo público universal, de construir ciudadanía e integrar a las amplias capas sociales en torno a la sociedad civil.
Desde el gobierno central, con la Ley N° 30151, que exime de toda responsabilidad penal a policías y militares que causen lesiones o muerte en cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa, se pretende dar una salida policíaca al problema de la inseguridad y el orden interno, agarrotando y reprimiendo, criminalizando la conducta, violentando derechos y libertades fundamentales, al dar atribuciones y concesiones a las fuerzas represivas para combatir al delincuente o al inadaptado social, incluyendo aquí a elementos disociadores, “desestabilizadores” más amplios que la lógica gobiernista y de poder contemple como tales. Lo que torna más oscuro el escenario social, que se presenta cada vez más autoritario y regresivo lo que refuerza las inseguridades, los miedos, las desconfianzas.

Desde el miedo se responde usando los propios impulsos agresivos y homicidas. La opinión pública operada encauza sus energías hacia el autoritarismo y la irracionalidad. Se pide muerte en respuesta a la muerte. La víctima pasa a ser victimario, el violentado a ser violentista, el aterrorizado a ser terrorista, y pierde su identidad, su opción de diferenciarse.

Estamos lejos de cultivar una cultura cívica de paz, de convivencia que permita la integración social y genere condiciones que permita la  libre individuación de las personas, promoviendo una educación y una ética pública desde el Estado que sensibilice y concientice a la población contra la violencia irracional y la enajenación. Reactivamente, sobre el asiento del miedo, la desconfianza, la irracionalidad, y sobre imágenes que explotan, día a día, los medios de comunicación, y quizá en respuesta a nuestras propias experiencias infortunadas, una mano dura nos parece la salida más adecuada, inmediata, práctica y efectiva para la solución de los problemas.  Marchamos hacia una escala de los impulsos agresivos y el refuerzo de una cultura autoritaria.




[1] En el Perú no ha florecido la gran delincuencia o los grandes grupos organizados que, fundamentalmente, están vinculados al gran tráfico de drogas o de armas y que tienen un poder importante en la sociedad. Lo que predomina en el Perú son grupos narcotraficantes, micro comercializadores, secuestradores, asaltantes en las que descuellan las pandillas juveniles asociadas a un territorio, un equipo de futbol etc.

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