Por Ricardo Jiménez
Palacios
Filósofo,
estudiante del Instituto de Asuntos
Públicos (U. de Chile)
Durante el mes de setiembre de 1929,
el periódico La Patria de Tacna celebraba los sentimientos de
confraternidad y unión que de un lado y otro de la frontera compartían los
gobiernos de Chile y Perú. A noventa días después de firmado el Tratado de
Lima, los deseos de ciudadanía y hermandad rebosaban el horizonte de ambos
países, bajo el propósito de poner fin a las viejas querellas que por
espacio de cincuenta años habían envuelto a la región en un ambiente de tensión
e impaciencia. Sin embargo, con el pasar de años y generaciones, los
resentimientos y revanchas fueron pulsando el desarrollo de nuestro diario
vivir, generándose altibajos en nuestra relación. Al igual que hoy, se
apreciaba el fin de las enemistades y el cierre de los últimos altercados entre
ambas naciones; si el deseo de ambos Estados fue desarrollar una convivencia
pacífica ¿en qué fallamos? ¿Qué podemos aprender?
Hoy pareciera que los diversos gestos
y declaraciones públicas que a nivel de gobierno se han desarrollado en Perú y
Chile atesoran un trabajo de largo aliento. Si bien hoy parece irrisorio hablar
de un conflicto bélico entre ambos gobiernos, no resulta descabelladlo afirmar
que la violencia se desarrollará en niveles micro, en las relaciones
cotidianas, en los puestos fronterizos, en los grupos vulnerables, en la
violencia verbal, psicológica y simbólica que tenga como catalizador la visión
de triunfalismo.
El problema pareciera ser que tanto en
1929 como hoy se ha estado hablando a niveles de gobierno y no a niveles de
sociedad civil. Si bien las imágenes y recuerdos de la guerra del Pacífico han
ido desdibujándose con el tiempo, el actual reto es cómo concretizar la ansiada
integración y convivencia pacífica en la región.
No obstante ¿cómo hacer la paz? Al
concluir las dos guerras mundiales surgió la impronta de hacer la paz
universal, sin embargo no se sabía cómo hacerlo exactamente, es de esa forma
que el tema tuvo que madurar con el paso de los años, hasta poder llegar a
acciones concretas. Desde mi punto de vista, a nivel local, entre las ciudades
de Tacna y Arica, existen posibilidades de ir llevando a cabo una agenda
propia, pensando desde un mismo territorio. Problemas como el tráfico de
personas y drogas, los niveles de violencia intrafamiliar, las irregularidades
migratorias y el acceso a servicios básicos son solamente algunos puntos que
pueden ir marcando una agenda común entre ambas ciudades, empezándonos a pensar
y planificar en conjunto. Asimismo deben considerarse aspectos comunes como
insertar la temática de integración en el currículo escolar y universitario,
resaltando y dando a conocer los hitos históricos que nos unen en lugar de los
que nos separan, relatando las diversas historias familiares que integran a
ambas ciudades bajo un silencioso lazo de amistad y familiaridad que tiene
muchas más voces e historias para contar que los cuatro años de conflicto[1]
que a mal han ido determinando nuestra identidad.
Es momento entonces de empezar a
hablar de paz e integración en serio, planificándonos y visualizándonos en un
mismo territorio, que afronta los mismos problemas, donde exista compromiso
gubernamental y ciudadano, en la búsqueda de una agenda de integración y
hermandad profunda y sostenible.
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